Wingardium Fellatoria

En uno de mis paseos vespertinos entré al cuarto de mi compañero de piso; un santuario a la haraganía destartalado a partes iguales por la actividad y el descuido. Me había decidido a volver al trabajo cuando vi a Albert Camus descansando en su cama, con su tapa blanda mirando al techo de escayola; me sorprendió cómo había cambiado su hábito lector, que ahora era escaso pero exquisito. Recordé mis primeros libros, comprados cuando El Buscón aún me quedaba largo de talle y Quevedo me observaba impaciente desde las estanterías del estudio de mi padre, intentando vislumbrar un futuro lector en el pequeño casquivano que era. Mi primer coqueteo serio con la literatura, ese que acabó entre las sabanas, fue con Harry Potter; una obra necesaria, una primera vez que recuerdo con nostalgia y que me abrió las puertas de la madurez.

Al llegar a mi cuarto y ojear las redes sociales me descubrí meditabundo ante la proliferación de Potterheads, de personas que todavía no se habían librado del peso del primer amor y que se regocijaban en un ciclo vicioso de aventuras juveniles a los veintilargos; me  pregunté por qué mi generación parecía haberse quedado enquistada en el umbral que se le había abierto.

Según el diario 20 Minutos, la inmensa mayoría de los jóvenes españoles se consideran lectores asiduos, siendo el grueso de los mismos personas de entre 14 y 24 años. También es cierto que los críos comienzan a leer libros de cierto grosor mucho antes que hace unas décadas, cuando la producción en papel estaba en alza y el píxel era una herramienta digna de las fantasías de Asimov. Son datos positivos en apariencia, mas no en esencia: lo cierto es que una literatura juvenil de cada vez peor calidad acompaña al lector durante mucho más tiempo que antes, retrasando su madurez literaria.

La rata de biblioteca vive hoy entre libros ultrasensibilizados; la literatura juvenil se ha convertido en un cuévano vacío que en lugar de avecindar sabiduría y sentido crítico infla de aire  las mentes de los niños, anquilosándolos en una adolescencia infinita; el pubescente ha pasado de la irreverencia de Roald Dahl a la comodidad de John Green.

La masificación de la literatura y la capitalización de la inocencia han cambiado las convenciones editoriales. Las nuevas tendencias surgen de la dramatización de la posición del joven frente al mundo, de la necesidad, quizá inculcada, de proteger al muchacho del morbo intrínseco a la lectura. Con la cosificación del niño como consumidor, el convencionalismo de la literatura infantil y juvenil es, hoy por hoy, más fuerte que nunca, y con lo cual, la producción literaria es menos libre. Gracias a esto, la ficción especulativa lidera las listas de bestsellers juveniles; un éxito que se ha transformado en un arma de doble fijo. Por un lado, la ficción especulativa ha degenerado en un círculo cerrado, exclusivo al público juvenil; la producción de especulación adulta se ha frenado, y el lector echa de menos aquellas obras de Cook, Lindholm o Tolkien. Por otro lado, el lector juvenil carece de material en el resto de géneros, y no puede disfrutar de obras históricas, de ficción o novela negra sin caer en el juicio de la edad recomendada. Estas vicisitudes han cambiado completamente la relación entre el joven y la lectura; ahora las páginas juveniles llevan de la mano al lector durante más tiempo, como una madre sobreprotectora que evita que se eche novia.

Facilitar la introducción del niño en el mundo de lo literario y de lo audiovisual debería ser siempre una prioridad, y sin duda la generación Harry Potter es una muestra de cómo la alfabetización temprana a la tapa dura es una realidad. Sin embargo, no debemos confundir a los niños con inútiles, y debemos proveerles de unas letras de calidad que les empujen tras el umbral que el muchacho de Gryffindor les ha facilitado. Quizá deberíamos preocuparnos porque pidan más Goytisolos y menos Zafones; quizá deberíamos alegrarnos por ese Wingardium Fellatoria que les quitara la virginidad e invitarlos a que exploren una sexualidad más amplia.

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