El impune

Padre nuestro que estás en el cuerpo

de los que ordenaron el desnudo

a los niños abrasados de asco.

Ordene ahora usted desde su infinita

omnipotencia esta hemorragia

incapaz del menor cese.

.

Desde pequeño he aprendido que quien

con niños se acuesta mojado levanta

su semblante de ácido y sombra.

Por eso observo tu cara Padre I.

amante de todos los cuerpos lampiños.

Tu rostro de cerdo sudoroso

vendido a los años del citrato

de sildenafilo. Y pienso en tu miembro

oculto tras el pantalón azul,

flácido como un caramelo sin azúcar

ni sífilis, ni conservantes añadidos.

Lo adivino grávido en arrugas,

inmolado por su divino desuso.

Tus ojos se clavan en mi cuerpo

ya de hombre. Y te ciño entero

con la mirada inclemente, endurecida

por el insomnio de las historias

que hablan de ti.

.

Yo te tuve miedo. Pero ahora

nada puedes hacer con este cimiento

con esta boca ausente, con estos labios.

Es por eso, obedezco a una valentía

que me define, expectante si acaso

al margen que otorga el sueño.

Y mientras me miras pienso

si hubiera sido mi pueril osamenta,

ahora tus ojos exánimes mirarían

el hormigón de la justicia

y no este rostro.

En el gen del crimen queda escrito:

la víctima nunca obró

como lo haría el testigo.

.

La bilis, que todo lo pronuncia,

dice lo que mi voz no levanta:

ojalá hubieras abusado

de mí, nunca de ellos.

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