THE ICON
Cada lugar del mundo necesita ser reconocido con una simple imagen. Cuando viajamos, nos surge la necesidad de sacarnos una selfie con el edificio icónico del lugar en el que estamos. Necesitamos demostrar que hemos estado allí, que hemos llegado a San Francisco y nos hemos sacado la foto con el Golden Gate.
Hubo un momento en los 90 que toda ciudad quería su icono, quería su arquitectura icónica, una escultura que pusiese a la ciudad a la altura del mundo contemporáneo.
Se empezaron a construir edificios grandilocuentes, exagerados y millonarios. Todo empezó con el “Efecto Guggenheim”.
Es la arquitectura icónica, la que deja de lado el cometido original y esencial de la arquitectura. Una arquitectura que deja de responder a la cultura del lugar y a su responsabilidad principal, que es hacer la vida mejor de los habitantes. Edificios que dejan de funcionar como lugares habitables y que pasan a ser un objeto de marca y de consumo.
A finales de los ochenta, Bilbao era una ciudad desolada, aburrida, acosada por la reconversión industrial, la heroína y el terrorismo y un desastre en términos urbanos y de imagen. El proyecto del Museo Guggenheim lanzaría la ciudad al mundo.
La cuestión es cómo la implementación de un edificio en medio de una trama urbana desarticulada y sin sentido, hace que se regenere la ciudad entera. Un sólo proyecto podría mejorar cuestiones tan profundas en la sociedad bilbaína como la delincuencia o la droga.
Es ese el pistoletazo de salida para que todas las ciudades españolas quieran su Guggenheim. Por entonces, los alcaldes de múltiples ciudades, celosos de los vascos, comienzan a llamar a los arquitectos estrella del momento. Había dinero, no importaba el costo, lo que queríamos era un bicho gigante que fuese la bomba.
En realidad el éxito Guggenheim se intentó trasladar a otros lugares y acabaron siendo grandes fracasos.
Se hacen palacios de música, deportes, ciencias, cultura; sin importar ni la música, ni los deportes, ni las ciencias ni la cultura. Lo que importa realmente era tener el edificio icónico, lo demás daba un poco igual.
Los edificios se convierten en objetos de consumo, consecuencia clara del dominio del neoliberalismo en un contexto de burbuja inmobiliaria. Entonces, la arquitectura pierde todo su sentido teórico y ético. También el arquitecto se convierte en un objeto de consumo. Se buscan arquitectos con relevancia mediática, que sean famosillos, dejando de lado el reconocimiento de sus virtudes como arquitecto.
Podríamos hablar de la Ciudad de las Ciencias y las Artes de Valencia de Calatrava, o la Ciudad de la Cultura en Galicia de Peter Eisenman. Son edificios que nacen sin ser necesitados, y además sin estar pensados para un entorno en concreto. Estos edificios podrían estar en Dubái o en Tenerife, que no importa. El arquitecto lo dibuja en una servilleta casi sin pisar el lugar.
Y así fue como Santiago Calatrava diseña el ambicioso y “maravilloso” Auditorio de Tenerife.
Acaba de salir publicado el libro: “Queríamos un Calatrava. Viajes arquitectónicos por la seducción y el repudio”. Llàtzer Moix recopila unas crónicas del paso (más bien tropiezo) de este arquitecto por las ciudades del mundo, incluída Santa Cruz de Tenerife. En este libro, se retrata la arrogancia con la que el arquitecto llega a la isla y quiere el mejor lugar de la ciudad, donde mejor se vea su estrella. Quería que se viese como la ópera de Sidney sobre el mar. Tras una serie de intensas mediaciones con la autoridad portuaria, se empiezan a hacer las obras de un edificio que cuadruplicará su presupuesto inicial.
La millonaria “ola” característica sin ningún tipo de uso se construyó con una máquina de alemania, que jamás se le ha dado otro uso. Y desde el punto de vista del usuario hay cuestiones muy poco “elaboradas” como: la acústica del edificio (siendo un auditorio) que es bastante mala, por no decir nefasta. El público no cabe en las sillas, ni pueden pasar entre ellas si hay gente sentada. La planificación urbanística es un sinsentido, es un objeto caído del cielo con una explanada inhumana a su alrededor, totalmente sobredimensionado. Y un largo etcétera…
A pesar de todo, en Tenerife se respira un orgullo muy fuerte por este edificio. Pero bueno, así somos, pagamos en su momento 16.000 millones de pesetas de dinero público para poder hacernos una selfie cuando pasamos por ahí…