Ladies and gentleman, we got him! – Capturado el enemigo público nº1
Un artista no es solo aquella persona que sabe dibujar, esculpir, dirigir un metraje o interpretar un papel, eso ya es cosa del pasado. El artífice de la contemporaneidad, técnicamente hábil o no, es un removedor de conciencias, una persona que cuestiona la situación caótica de la sociedad con el objetivo de encauzarla, o por lo menos intentarlo. Esta es la razón por la que el street art ha alcanzado su cénit en la actualidad pues, si en centurias transcurridas se hablaba de impresionismo, cubismo o dadaísmo; el siglo XXI ha abandonado los mal llamados estilos para profundizar en la irreverencia, siendo los muros de las calles −y no las paredes de los museos− su soporte, aunque esta disciplina ha crecido tanto en los últimos años que incluso los espacios museísticos han tenido que abrir sus puertas para permitir la entrada del espray, pero eso es otra historia.
¡Si Velázquez levantara la cabeza! Su maestría en el trazo de la línea solo le llevaría a protagonizar un determinado número de exposiciones en galerías un tanto elitistas. Hoy el arte es una cuestión popular, no solo la forma de vida de un pequeño grupo de entendidos, y en esto las redes sociales tienen mucho que ver.
El consumidor busca a través de su celular, o en su paseo rutinario (en el mejor de los casos), una vía de escape con la que huir de este asqueroso mundo lleno de odio, irrespeto, violencia e injusticia; y es precisamente el arte urbano el que mete el dedo en la llaga con el fin de satisfacer al anterior. Le llama a la esperanza a creer en las nuevas oportunidades, unas veces denunciando el lado más oscuro del ser humano, otras haciéndole recordar que tiene sentimientos, algo que últimamente parece haberse perdido, y aquí me dará la razón la familia Bosé.
El individuo ha llegado a preocuparse más por lo que hace o deshace el hijo del vecino que de disfrutar su propia existencia. Trata de aplastar al prójimo, quiere verle sufrir, porque su corazón está tan vacío que necesita contemplar la cara de humillación del supuesto enemigo para en el acto sentirse mejor. Quizá ya no seamos fruto de la naturaleza, sino autómatas programados para la autodestrucción. Si por mí fuera, me emocionaría al escuchar las trompetas del Juicio Final, pues soy de los que piensa que la raza no tiene vuelta atrás, añorando su aniquilación para que el resto de animales puedan respirar tranquilos en su primitivo planeta. Sin embargo, hay quienes todavía tienen un ápice de confianza en un nuevo amanecer.
Siguiendo la estela de su propio padre, Mr. Brainwash, y por correlación, del todopoderoso Banksy, HiJack (Los Ángeles, 1992) utiliza con la misma intensidad y efecto tanto la palabra como la imagen para inyectarnos una dosis de positividad. Es un faro antialarmista que nos pega los pies al suelo con una bofetada de cariño, amor, filantropía y empatía, desactivando los microchips que nos hacen funcionar como robots para devolvernos las entrañas con las que habíamos nacido.
Las máquinas no tienen la capacidad de soñar, ni dormidas ni despiertas, ni apagadas ni encendidas, y es en este tipo de estadios emocionales donde marcamos la diferencia con las criaturas electrónicas. Estas no luchan por una meta, ya que si la tienen, saben de sobra que van a lograrla, pues para ello han sido fabricadas. Pobres cables con patas, nunca sabrán lo que es la satisfacción de encontrar a Wally, de alcanzar sus sueños, de exhalar el aire y decir: “Lo conseguí”.
El joven con gafas de pasta y jersey a rayas ha sido capturado, interceptado entre la multitud. Para HiJack ha sido un duro camino el poder echarle el guante, pero es lo que tiene el ser perseverante.
Gracias HiJack, no me rendiré JAMÁS.