D*face y la fábula del Pop
Su trabajo se centra en señalar a una sociedad putrefacta que a hueso vivo a caído en la debacle consumista. La carne se desprende mientras el sujeto hace caso omiso de la situación, entretenido este con la sobreinformación que los mass media le insuflan. Nieto e hijo de veteranos de guerra, D*face acusa igualmente al conflicto bélico como fracaso de la humanidad, aunque sinceramente no se le ve muy afectado.
Todo parece estallar alrededor de sus imágenes, como si en cada una de estas cayera una bomba metafórica y onomatopéyica cuya onda expansiva desgarra al protagonista, pero que al espectador no llega a alcanzar.
Esta falta de empatía que padece quien observa sus creaciones se debe a sus más que masticados recursos estilísticos: la repetición de los personajes a lo Warhol, el puntillismo de Lichtenstein y los cadáveres vivientes de Damien Hirst, con el que también comparte su obsesión por los insectos disecados. Es un refrito que obtiene el beneplácito gracias a la aceptación que conlleva la cultura popular, pues más vale malo conocido que bueno por conocer. Muy atractivo para los muros medianeros de las masificadas urbes, pero su mensaje no termina de traspasar el estuco, quedándose en simples motivos decorativos decimonónicos.
Actualmente, casas centenarias como Sotheby’s subastan sus obras por una cantidad ingente de dólares. Tal vez no haya sido su objetivo pero, queriéndolo o no, D*face ha sido engullido por el mismo establishment que pretendía ridiculizar, arrollado por este sistema que muy pocos han sabido ignorar.
The Walking Dead no es ficción.
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