El artista y activista chino que rompió un jarrón de la dinastía Han
El verano ha quedado atrás y, tímidamente, nos vamos adentrando en esa época incierta del año donde el buen tiempo se va diluyendo y los días más fríos toman el relevo.
Dicen que octubre es uno de los mejores meses para viajar a China, y aunque ya estuvimos allí justo antes de la época estival, nos gustó tanto y nos quedó tanto por ver que decidimos regresar. La temperatura es muy agradable durante todo el mes y los lugareños lo llaman “octubre de oro” porque las lluvias de verano ya han terminado y los colores otoñales comienzan a aparecer acompañados de un clima despejado y seco.
El artista que nos ha traído de nuevo a Beijing (Pekín), nació en esta ciudad al igual que Yue Minjun, protagonista de nuestro anterior viaje. En 1958, con tan solo un año de edad, fue enviado junto a su familia a un campo de trabajo y posteriormente exiliado a Shihezi, donde vivió durante 16 años. Su padre, el prestigioso poeta revolucionario, Ai Qing, fue acusado de intelectual derechista, prohibiéndole publicar sus obras y obligado a limpiar letrinas. No fue hasta 1976, tras la muerte de Mao y el fin de la Revolución Cultural, que la familia consiguió regresar a Pekín. Sin acceso a libros ni a la lectura durante el forzoso exilio, se fue forjando en él una personalidad firme y reivindicativa, y un fuerte compromiso social que ha estado, desde sus orígenes, muy presente en su obra: estamos hablando del activista, artista contemporáneo y celebridad en twitter, Ai Weiwei.
Después de un tiempo estudiando cinematografía, Ai decidió abandonar sus estudios e integrarse en el colectivo de artistas Xingxing, que fue disuelto, dos años después de su creación, por las autoridades. Con 22 años y desilusionado como estaba con la situación social y artística de su país, emigró a Estados Unidos y se instaló en Nueva York, ciudad que le brindó la oportunidad de desarrollarse como artista, experimentando con la fotografía, y descubriendo el Arte Pop, el Minimalismo y el Arte conceptual.
En 1989, la enfermedad de su padre le obligó a regresar a China, tomando la decisión de utilizar su trabajo artístico como arma de crítica social, defendiendo la libertad de expresión y los derechos humanos. Posiblemente una de sus obras más representativas sea la serie de tres fotos realizadas en 1995, en las que se ve a sí mismo cómo deja caer y rompe un jarrón de la dinastía Han (202 antes de Cristo-220 después de Cristo), como una fuerte protesta contra las condiciones políticas de su gobierno. Pero su difusión internacional no llegó hasta 2008, colaborando con los arquitectos suizos Herzog y Meuron como asesor artístico del estadio olímpico de los juegos de Pekín, comúnmente conocido como El Nido del Pájaro. Después de este gran logro, el interés por sus obras fue creciendo y en 2010 realizó una de sus exposiciones más famosas en la Tate Modern de Londres. La Sala de Turbinas de la institución londinense se llenó durante siete meses con 100 millones de pipas de girasol modeladas en porcelana por un millar de artesanos de su país.
El 3 de abril de 2011, el artista fue detenido por la policía china permaneciendo en paradero desconocido. Esto provocó innumerables protestas en todo el mundo pidiendo su liberación, que se produjo después de 81 días. Pero no había sido la primera vez. Hacía tiempo que Ai Weiwei arremetía contras las mentiras del régimen. Después de que un terremoto de 8 grados azotara el suroeste de China, en mayo de 2008, muriendo miles de niños por el mal estado de las escuelas que se desplomaron sobre ellos, y tras el silencio de las autoridades, que no dijeron nada sobre el asunto, Ai Weiwei lideró un movimiento de denuncia por todo el país que no cesó hasta conseguir la lista con los 5.385 nombres de los niños muertos en el seísmo, publicándola en su blog un año después de la tragedia y por lo que fue inmediatamente arrestado y golpeado. Además de denunciar los casos de tortura en las cárceles de China a través de su cuenta de Twitter, este hecho le inspiró a realizar la obra conmemorativa Remembering, en la que utilizó 9 mil mochilas de colores en una enorme instalación que cubría toda la fachada del museo Haus der Kunst en Munich, y en la que podía leerse el epitafio de una madre que perdió a su hija: “Ella vivió feliz en este mundo durante siete años”.
Está claro que Ai Weiwei no pasa desapercibido y que no tiene pelos en la lengua. Su última polémica, que ha dividido en dos a la crítica en su reciente paso por el festival de Venecia, ha sido el documental que ha dirigido sobre la crisis mundial de los refugiados bajo el título Human Flow, rodado a lo largo de un año y en 22 países. Un drama épico con el que conecta profundamente por su pasado marcado por el exilio y con el que pretende remover conciencias. Porque como él mismo dice, “Mientras haya una persona que está desesperada, toda la humanidad está herida, arruinada. Si no tenemos esta idea de la humanidad como una sola, nunca podremos solucionar el problema”.