¿Qué he hecho yo para merecer este tráiler?
Recientemente hemos presenciado la polémica en torno al lanzamiento del último tráiler de Star Wars: Los últimos jedi, del que su director, Rian Johnson, de una forma velada, dice no recomendar su visionado por revelar aspectos importantes de la trama. Matthew Vaughn, director de Kingsman: el círculo de oro, por su parte, se encontró como el avance de la suya revelaba el regreso del personaje interpretado por Colin Firth, hecho que debía ser descubierto durante el largometraje para sorpresa del espectador. Nos vemos obligados a diseccionar la biografía del tráiler, para saber cuándo se descarrió el hijo favorito del film.”
El tráiler cinematográfico, como invento, nació en 1913, de la mente de Nils Granlund, que realizó un corto promocional para la obra de Broadway Pleasure Seekers. Casi al mismo tiempo, desde Chicago, el ingeniero William Selig, basándose en los famosos seriales de los periódicos de la época creó uno, esta vez para salas de cine. Se trataría de The Adventures of Kathlyn, un conjunto de 13 episodios que se irían proyectando semana tras semana en las salas de cine. Lo interesante de su propuesta radica en que, tras cada episodio, se publicaría en el periódico de su ciudad una breve reseña del capítulo ya visto, acompañado de un escrito, a modo de invitación, para ver la siguiente entrega, en el que se aportaban datos cautivadores de la trama que iban a encontrarse. Lo que actualmente conocemos como cliffhanger.
Como vemos, el alumbramiento del tráiler se rige más por normas comerciales que estéticas. Y, siendo esto así, es de suponer que los primeros de su estirpe, desde los años 20 hasta, al menos, los años sesenta, época dominada por la empresa distribuidora, la National Screen Service, hiciesen un tratamiento rudimentario en lo que al montaje se refiere, y se centrasen más en la pregnancia de los grandes nombres de las estrellas, rellenándolo en ocasiones con hiperbólicas declaraciones, como aquella del tráiler de Casablanca que sigue al titánico rótulo de Humprey Bogart y reza: “El hombre más peligroso en la ciudad más peligrosa del mundo”. Aún así, y con todo, los estudios –las majors– confiaron la promoción y distribución de sus películas a la National Screen Service, compañía que, en una época de lentas comunicaciones, se las supo arreglar para dotar a sus tráileres de un estilo, primigenio y primario, pero estilo al fin y al cabo, lleno de cortinillas y grandes rótulos anunciando titulo y reparto.
Soy de los que piensan en la obra como un todo, en el que cada parte represente al artista en toda su complejidad, porque así como la hija/o ha de parecerse por fuerza biológica a los padres, un producto, el tráiler, derivado de otro mayor, la película a la que representa, debería poseer su aliento, tacto e impresión. Me refiero, por ejemplo, a la manera en que Alfred Hitchcock presenta sus películas ya en los años 60. Sus narraciones en los tráileres de Psicosis o Con la Muerte en los talones ya nos hace percibir un estilo, imbuido con su particular toque humorístico, que es, para mí, una apasionada invitación desde el mundo del artista, sus idiosincrasias, hasta su creación. Construye sus películas ante nuestros ojos, como quien explica a un compañero donde, cómo y por qué se hizo tal o cuál cicatriz, y para ello no ha tenido que usar ni un solo fragmento de la película a la que se refiere.
Kubrick, otro gran genio del séptimo arte, regala piezas promocionales tan perturbadoras como imaginativas y valientes. El uso de retazos en el tráiler de Lolita es tan sólo una muestra. Pero yo destacaría el collage compuesto en su Dr Strangelove, un ejercicio de lenguaje fílmico tardo-vanguardista, que me recuerdan a los poemas fonéticos dadaístas, si fuesen comprensibles.
A excepción de estos y otros autores, la composición del tráiler siguió dominada por los cánones de la National Screen Service, hasta que a finales de los años 60, la censura de las producciones empezó a desvanecerse. En cierta medida, la forma en la que la sociedad consume sus productos los moldea, y, la generación de jóvenes de finales de los 60, principios de los 70, embebida de contracultura, demandaba un tipo de cine diferente, más de antihéroes y personajes marginales que de acomodados galanes sin mácula. Esto tuvo también su reflejo en la manera de promocionar las películas. Personajes como los Bonnie & Clyde de 1967 o el tráiler de El Graduado, del mismo año, dan cuenta de ello. En este último se puede observar a un joven Dustin Hoffman bajo el influjo casi continuo de un ritmo musical en el que se apoya todo el montaje. Nace así el uso tan acostumbrado que hoy en día se hace de las canciones promocionales.
Pero, hubo un momento en el que los tráileres comenzaron a adquirir su propio espacio creativo al servicio de las grandes producciones, acción germinal que evolucionaría hasta lo que conocemos hoy. Este antes y después sucedió con la llegada, en 1975, de la película Tiburon. Ya en esta época las grandes compañías asumieron el control sobre la distribución y promoción de su cine, el monopolio de la National Screen Service terminó. La película de Spielberg fue la primera que aplicó una estrategia promocional completa, exhibiéndose simultáneamente en cientos de cines a lo largo de EEUU, cosa que en anteriores estrenos solía hacerse paulatinamente, como si de una gira de conciertos se tratase, primero en las grandes ciudades, y después, si la cosa iba bien, en las pequeñas. A esto hay que añadir, y destacar, la gran inversión de dinero que se hizo en la televisión de la época. Espacio ganado para bombardear al espectador con el tráiler, brillantemente narrado por el gran Don LaFontaine, y acompañado por la inquietante música de Jonh Williams. La apuesta funcionó, y los beneficios que obtuvo superaron, con mucho, lo esperado, naciendo así la estrategia de los blockbuster .
Desde entonces el tráiler se ha convertido en el corazón promocional de las películas, experimentando, sofisticándose, y evolucionando hasta llegar a los vertiginosos montajes de hoy en día. Composiciones de innumerables y rápidos cortes pensados al milímetro destinados a lograr capturar por un momento el mayor y más limitado recurso del que disponemos, el tiempo. En una era de conexión global en la que se compite contra todo y todos, es de vital importancia generar el deseo, el creer ver algo único, una pieza o máquina perfecta que nos mueva, al modo en que la campana agitaba al perro de Pavlov. El tráiler es nuestra campana.
Lo ocurrido en el lanzamiento del último tráiler del episodio VIII de Star Wars no es anecdótico. El caso de Matheww Vaughn tampoco, y de tantos otros. Hemos sido educados en el modo en que consumimos películas. Y el lanzamiento de un tráiler se ha convertido en todo un acontecimiento, en un género en sí mismo, en el que los fans comentan todas las referencias mostradas en él, llenando líneas y líneas de texto en todas las plataformas, material publicitario gratuito con el que es fácil toparse, aunque no se quiera. Hasta tal punto ha llegado su desarrollo, que se ha creado el teaser tráiler, una especie de “tráiler del tráiler”, en el que normalmente no se muestran imágenes de la película que está promocionando, sino un sencillo rótulo, un rostro en penumbra, o lo que sea necesario para no caer en el olvido.
La figura del director, como autor, como artista, se desvanece, Hollywood cree conocer ya lo que funciona y lo que no. Y lo sabe, al menos en lo que a entretenimiento se refiere. Cuando el nombre detrás de un proyecto da igual, deja de importar también el público al que vaya dirigido. Se convierte en un monólogo dirigido a tu cartera. El ritual al que uno se sometía no hace tantos años al ir al cine, lugar donde afectar y ser afectado, en una conversación, con suerte, multidireccional, se está transformando en un culto al vacío, al “parecer” en lugar del “ser” o “estar”. La firma de un director debería atravesar toda su obra, tráiler incluido. Uno no debería dejar de expresarse a ratos en función de la cantidad de caviar y puros que quieren consumir este mes los directivos de la productora. No se trata de censura abierta, porque en contextos represivos la creatividad de los verdaderos genios se estimula. Es una suerte de cadena de montaje hecha poética. De algún modo, que ahora mismo no sabría desvelar, Hollywood ha parasitado el proceso creativo, haciendo normativo lo que es, a todas luces, un engaño, un envoltorio lleno de papel regalo. En parte, tiene sentido. Por algo lo llaman industria del cine.