Bailar a las plantas
Seguimos en presencia de esta gran disyuntiva, la que nos trae de cabeza, la que produce cismas y territorialismos artísticos en el mundo de la escena. De un lado, los fieles a la representación, a la existencia de unos parámetros originarios sobre los que construir cualquier variación de dispositivo en el que un hombre/una mujer encarne frente al otro cuestiones mas o menos universales: la vida, la muerte, el amor, el sexo, el poder, la historia, el linaje, la enfermedad, la culpa, la traición, etc. Del otro lado, quienes suponen un cuerpo pre-narrado, pre-histórico (y post-histórico) que construye su propio devenir a base del acontecimiento y de las relaciones múltiples y diversas con otras tantas, múltiples y diversas carnes-mentes-conciencias (plantas, planetas, ideas, dimensiones…). Esos para quienes también la representación puede estar presente, siempre y cuando sepamos que sus reglas (las de la representación y sus mitologías) son las reglas de una dudosa convención: las de unas economías del cuerpo, de las ideas y de la propia percepción que inventan a sus Edipos y a sus sagradas familias sobre las que articular un marco de verdad sobre el que pivotar: las paredes de una pista de squash donde rebotan todas las pelotas independientemente de su trayectoria, del material de la raqueta o de la complexión del deportista.
En un lugar intermedio aparece la figura poderosa de un cierto tipo de artista que, dentro de la confusión general, se establece como analista del proceso de descomposición y recomposición de esos mitos arcaicos a imagen y semejanza de lo que la ciencia y la tecnología -encarnación postmoderna de las religiones- nos ofrecen: la huella, el documento, el registro y la teoría como marco de producción artística. Labores de quienes aparentemente huyen del yugo de lo representacional poniéndose, sin embargo, al servicio de la estadística.
Trato de encontrar (y los busco) brotes verdes en un entorno hostil, paupérrimo, en el que las artes vivas muestren las mejores posibilidades de entre sus potencialidades. Compartiendo que la potencia no es lo que uno puede llegar a hacer, si no lo que de facto puede hacer (y por lo tanto, hace), contemplo, hasta donde me alcanza la vista, cómo este pueril sistema de polos se recrea entre la repetición de la mala (pero que muy mala) obediencia a los patrones del drama sin llegar ni siquiera a explorar con ahínco todas las posibilidades que la tradición nos brinda; y entre quienes se rinden ante la sugerente y pornográfica disección de la contemporaneidad: tan bien presentada, tan interesante, tan bien reseñada y catalogada, desplegada y expandida. Tan necesitada, como los grandes políticos, de un buen discurso.
No obstante no pierdo la fe porque, como Juana de Arco, tengo la voluntad de creer que los y las artistas revelan las máquinas deseantes que nos habitan. Más allá de los mercados y de las supervivencias, más allá de los ecosistemas de la cultura. Ahondando en una u otra dirección, pero siempre ahondando, profundizando hacia abajo, como quien excava. Como el que canta. Como el que camina. Como quien baila a las plantas.
(Algunas referencias que me inquietan: Dance for plants. Dana Michel. Björn Säfsten estos días)