Please stay with me, Diana
Una jauría de perros y una mujer armada asaltan la Gran Vía madrileña
El tiempo ha pasado. Ha llovido, ha nevado, hemos sido sacudidos por terremotos y por tsunamis arrasados, pero el Olimpo se niega a abandonarnos. La cultura clásica está de moda, y Madrid y Dolce & Gabbana lo saben.
Qué razón tenían Las Bistecs cuando afirmaban que “griegos, romanos, son todos humanos” en su éxito catapulta HDA. A pesar de que su cultura y la nuestra estén separadas por milenios, y sus añejas costumbres nos puedan resultar extravagantes, es obvio que el influjo de aquellas civilizaciones jamás ha desaparecido. No solo el lenguaje o la tendencia a ser elitista nos viene de antaño, pues la forma en que ellos entendieron las artes sigue presente en la actualidad; y si no lo creéis, solo tenéis que mirar hacia arriba.
En esto de producir obras de arte vamos a dejar a nuestros amigos latinos un poco de lado. Reconocemos sus aportaciones a la ingeniería, el urbanismo y el paso evolutivo que dieron como sociedad, pero son más erróneamente conocidos por apropiarse de lo ajeno que por la originalidad en cuanto a creación artística.
Fue el mundo heleno el que, con los siglos, llegó hasta lo que hoy conocemos como clasicismo, depurando la técnica y sobre todo el intelecto. Sus vidas giraban en torno a la religión, así la imagen de diosas y dioses en la Tierra, ya sea en mármol o más comúnmente en bronce, debía de cumplir un canon “perfecto” para que estos se sintieran complacidos. Lo que supuestamente intentaban lograr con dichas bellas proporciones era hacer de la deidad algo más popular, es decir, aproximarla al pueblo para que esta fuera mejor entendida y aceptada; o quizás, tratar de olvidar la etiqueta de ser supremo de aspecto monstruoso que acecha y aplica la venganza. Tanto fue así que los artesanos terminaron por perderles el respeto, y prueba de ello es el famoso Apolo Sauróctonos, pero esto es otra historia.
No podemos hablar de realismo en los trabajados torsos masculinos y las delicadas curvas de pechos y caderas femeninas que los griegos suministraron a la escultura una vez superada la etapa arcaica. El ser humano, por lo general, no posee tales medidas, y lo que ves en Instagram o las revistas es en su mayoría puro Photoshop, aunque siempre hay excepciones. Idealismo sería un concepto más adecuado, siendo esta la disimulada distancia entre Panteón y raza terrícola.
Este ideal de belleza cayó junto a la Antigüedad cuando el cristianismo hizo acto de presencia. La sensualidad y el nudismo ya no tenían cabida en un entorno dedicado a la intimidad y el recogimiento del alma, y la separación entre la luz y las tinieblas ya no era logro de una batalla entre divinidades y titanes, sino de un señor barbudo que un día se despertó creativo.
El arte medieval se concentró en enseñar la vida y milagros de Jesucristo, primero con la herencia pagana de las teselas bizantinas, luego con la tosquedad del románico y después con el exacerbado alargamiento de las figuras góticas, realizadas a semejanza de la arquitectura que le servía de soporte. No será hasta el Renacimiento cuando el antropocentrismo dé un giro radical a la manera de representar el cuerpo en las artes, recuperando el Olimpo cual modelo a seguir, motivo que llegó hasta el Barroco.
Estas idas y venidas de “lo clásico” perduraron en el tiempo, normalmente como reacción a estilos precedentes. Cuesta creerlo, pero fue con el nazismo cuando volvió para quedarse en las sociedades contemporáneas. Hitler y sus secuaces desecharon lo que ellos consideraron deforme (el Expresionismo alemán) para instaurar en las obras de arte nazi las figuras atléticas de los dioses grecorromanos, capaces estos de engendrar la raza aria que dominaría el planeta.
Ese carácter xenófobo en los seres mitológicos esculpidos en la actualidad ha desaparecido, pues no son cantos a la pureza de la sangre descendiente de la Atlántida, pero sí se conserva ese sueño hitleriano de recuperar una supuesta edad dorada de la humanidad, una idea algo equivocada de lo que pudo ser el siglo de Pericles, la cual, ha llegado hasta nosotros a través de libros y enciclopedias.
Al igual que los antiguos griegos coronaban sus construcciones místicas con estatuas, es frecuente encontrar en la cúspide de edificios representativos de las ciudades la misma estratagema. Ahora el fin es únicamente decorativo, imitando las grandes avenidas del pasado que el cine nos ha metido entre ceja y ceja, donde las deidades vigilaban desde las alturas el trasiego de los vecinos.
La Gran Vía madrileña es un claro ejemplo, carretera curvada y flanqueada por arquitecturas en piedra cuyas techumbres están invadidas por moldes fundidos en bronce que simbolizan los más variados pasajes mitológicos. La última en llegar ha sido Diana –Artemisia para los griegos−, situada en el número 31 de la conocida calle capitolina, lugar en el que se cumple el servicio hotelero de la familia Díaz Estrada. Natividad Sánchez (Jaén, 1960) es la autora, quien quiso rescatar la típica escena de caza de una diosa que habita en los bosques con la única compañía de sus canes. Es una mujer voluptuosa, feroz y capaz de aniquilar sin clemencia. Su pelo está recogido en parte por la media luna, uno de sus atributos, que funciona como elemento astronómico en oposición a su hermano mellizo Apolo, el sol. Este satélite en sus cabellos viene a hablarnos de la castidad, pues Diana jamás probó varón, y de ahí que la Virgen María suela estar acompañada por el mismo icono a sus pies.
Ni siquiera podía ser contemplada por un hombre en su plena desnudez. Esto le costó la vida a Acteón, que logró sorprenderla en uno de sus baños rutinarios. Cuando Diana se dio cuenta de la presencia del voyeur, esta lo convirtió en ciervo con el objetivo de perseguirlo y asaetearlo con sus flechas, para luego ser devorado por sus fieles amigos de cuatro patas. Este podría ser el momento elegido por Natividad para cerrar el cielo madrileño. Aunque el animal astado no aparece, la tensión del arco y el frenetismo de los perros nos ponen en la pista de que algo fatídico está a punto de ocurrir.
No solo la escultura del espacio público sigue influenciada por el Mundo Antiguo. Estamos tan obnubilados por aquella supuesta etapa de pletórico amanecer humano que continuamos creando novelas (grande Terenci Moix donde los haya), superproducciones de Hollywood, obras de teatro, poesía, temáticas para festividades, pasarelas de moda y un sinfín de aspectos creativos que hacen imposible desvincularnos de lo que fue nuestro nacimiento como cultura.
Como dijo el magnífico Paul Anka: “Oh, please, stay with me, Diana”.