La poesía de los cortos
Tras un enorme sorbo de café y habiendo reunido toda su paciencia, mi productora decidió hablar. Una anécdota se atoró entre sus dientes y terminó siendo escupida con letras atropelladas y sin escrúpulos, como toda buena historia: “Le dije a mi amigo que íbamos a hacer una película y se sorprendió. Me preguntó si ya habíamos hecho suficientes cortos”.
Mandé a su amigo a la mierda con la levedad de quien se levanta de la cama un domingo sabiendo que no tiene que ir a trabajar. Muchas personas creen que los cortometrajes son una especie de escuela, como la universidad de la calle o la de tu madre y su estúpida costumbre de repetirlo todo una y otra vez. Las grandes preguntas que deberían hacerse estas personas son, obviamente, si rodar cortos enseña a hacer películas, y si es un paso necesario en la carrera de todo cineasta. La respuesta, no tan obvia, es un simple y rotundo “no”.
La artesanía del corto, aunque utilitariamente calcada a la del largometraje, se desliga de ella en su encuentro pragmático con el espectador. Un corto es a una película lo que la poesía es a una novela; no es su duración lo que realmente lo define como formato, sino la respuesta creativa de sus autores. El fin último de un cortometraje no debería ser contar una historia de la forma en que lo haría un largo. El arte del corto tira del carro de una forma metafórica y reflexiva. Un corto es una identidad, igual que un poema, y, a su modo, también está escrito en verso. No es una película pequeña.
Teniendo esto en cuenta, se puede deducir que, aunque un cortometraje parece un buen patio de recreo para los artistas visuales y un lugar de ensayo ideal para los técnicos, no representa un desafío equivalente al de un largometraje.
Esta relación de intereses tan poco lógica no se da en otras artes. En la literatura del papel y la cafeína, los novelistas no se forman escribiendo poemas o cuentos, y los poetas no se empeñan en escribir grandes párrafos; en la música, nadie contrataría a un guitarrista clásico para tocar los arreglos de una composición de música ligera; y por supuesto, nadie en su sano juicio aprendería a pintar cuadros con mármol y un cincel.
El planteamiento del cortometraje como poesía es, sin embargo, relativamente falaz. Como ya mencioné, el cuerpo técnico se beneficia muchísimo de este tipo de actividades. El problema está en que, normalmente, lo único que los frena para hacer lo mismo en un formato más largo es la cuestión monetaria.
En cuanto a la incógnita de si rodar cortometrajes es un paso necesario en la vida de quien se dedica al cine o no, es preciso que me remita a las palabras de mi productora: “Las empresas buscan lo que quieren”. Es una oración sencilla, pero llena de significado. Quien quiera producir una película, buscará gente que sepa hacer películas; no gente que sepa hacer cortos. Los magnates que aprecian su negocio se sienten seguros cuando son conscientes de que su imperio está sustentado por personas que saben hacer su trabajo. El cineasta James Cullen Bressack (Bethany, Pernicious) dice, en una entrevista para Film Courage, que a la larga se triunfa más rápido empezando con largometrajes que con cortos, a no ser que uno quiera dedicarse en exclusiva a estos últimos. Sus palabras no se atoraron entre sus dientes porque parecen tener sentido en el actual mercado de la carne fílmica.
Por un lado, parece ser que lo mejor que puede hacer un cineasta es dar un gran sorbo de café, reunir toda su paciencia y hacer un largometraje. Si las grandes historias siempre surgen en la privacidad de los bares, es porque las conversaciones siempre son más largas y saben adaptarse a un formato de película. Por otro, el cortometraje no es una artesanía de paso, sino un arte en sí mismo con sus propios estándares, sus propias construcciones sociales y sus propios genios. Quizá lo mejor que puede hacer un cineasta es dedicarse a lo que quiera.