El despertar tras el desmoronamiento de la mímesis: la alteración auditiva de Lother Baumgarten

“Pum… pum… pum… crash, crash…” Leves golpes inundan el espacio y dejan paso a una discordancia ensordecedora; algo se ha quebrado, quizá se ha caído, quizá lo han tirado o simplemente ha sucumbido a la fuerza de la gravedad. El susurro de una acción ha ocupado el entorno (lo ha invadido cual corsario en un abordaje) de manera abrupta e inesperada; pero en realidad el Palacio de Cristal del Retiro se encuentra desocupado, acogiendo si cabe nuestra ínfima presencia como espectadores de la instalación El barco se hunde, el hielo se resquebraja de Lother Baumgarten. La magnífica pieza conformada por una serie de grabaciones del deshielo del río Hudson (Nueva York) realizadas entre 2001 y 2005 estuvo a disposición del público entre el 3 de noviembre de 2016 y el 16 de abril de 2017, pero sin duda es capaz de traspasar las fronteras de nuestro recuerdo con una dilatación superior a dicho periodo. En mi caso, su evocación surge cada vez que pienso en la regresión cíclica de este mundo contemporáneo que ha correspondido con tanta similitud eucrónica a las últimas tendencias del arte, pero posiblemente otros visitantes la asocien con el crack del 29, con accidentes automovilísticos o con la ambigüedad de los niños que en su rabieta o descuido rompen la ventana de la cocina a base de balonazos. A partir de la excitación auditiva llegamos a un colapso hermenéutico, a una interrelación comunicativa que no podemos llegar a compartir con nuestro acólito y que resulta genuinamente insólita. Del mismo modo que nos estimulaba la abrumadora verdad social de Juan Antonio Guirado, nos agita aquí la inabarcable acústica de una acción pasada y sin identificar.

Fuera de lo que pueda parecernos, los recursos con los que un artista nos rodea jamás son inocentes representaciones de ideas vacías sino que parten de complejas disposiciones de una estética, una emoción o un mensaje que deberemos descifrar con independencia del mecanismo atávico parcial; sin ser conscientes de ello, con su creatividad el genio nos está lanzando un paracaídas, un salvavidas con el que pretende socorrernos de la hiperestesia diaria de nuestra sociedad. Nos ofrecerá una información mínima, cierto, pero siempre suficiente para despertar nuestra capacidad de juicio e interpretación; nos regala, al fin y al cabo, el resarcimiento de nuestra gnoseología dormida.

En este cuento exegético no habrá príncipes que rompan maleficios con un beso no requerido, en su lugar el autor nos dejará un recorrido de migajas hasta esa verdad personal recluida cual Rapunzel en la torre de nuestra psique. Como un visitante en su propia memoria, será el concurrente quien ostente los papeles de protagonista, coprotagonista y antítesis, en una trama monologada que le convertirá en cómplice de la acción; precisamente a raíz de la aportación sensorial y como si de un happening se tratara, la pieza cobrará su efecto y el espectador tornará en intérprete y medio hasta tal punto que sin su presencia la obra ni tan siquiera existiría. Esta deferencia bebe de la influencia de Roland Barthes en La muerte del autor donde se explica la suprema importancia de la libre elucidación, relegando al anonimato al creador en pos de una confección veraz del mensaje; de este modo, y como ya había preludiado Foucault, la composición mantendrá su calidad independientemente de la identidad del artista. En la catarsis autónoma el significado global resultará irrisorio frente al personal, transformándose en un tesoro inalienable capacitado para saltar entre lo pretérito y lo actual o romper las líneas de estacionalidad.

Sería absurdo por tanto proponer una única lectura válida para esta y tantas otras piezas, pero sí podemos acercarnos al concepto de anestesia que enfrenta al ser humano y que envuelve con su eco a esta obra. Dicho letargo sensible resulta infundado, asumido y aceptado por el grueso poblacional, trocándose en método para sobrellevar el shock de nuestra vida diaria y compensar sus carencias mediante los sistemas de consumismo, entretenimiento (MassMedia, redes sociales, futbol y televisión) y mimetismo, que nos concilian como masa informe, alienada, fácilmente controlable y permisivamente manipulada. Para poder afrontar nuestras frustraciones personales (aquello que quisimos y no tuvimos, aquello que pensamos y no hicimos… etcétera) hemos aprendido a lidiar con personas que no nos gustan evitando el conflicto (como afirma Mieke Bal “una actitud contraproducente y contradictoria a nuestra naturaleza”), a aceptar labores profesionales con sueldos indignos (promovidos por la “justa injusticia” que constataba Ranciere) que sitúan las diferencias de clase en un sistema de absoluto control (como menciona Foucault “la acumulación de este sistema de estatus y privilegios viene dada por la sumisión voluntaria del sujeto que permite al poder el control de sus acciones conducido por el miedo”), a normalizar situaciones de discriminación sexual y racial culpabilizando a sus víctimas (Bhabha y Fanon explican como la situación amo-esclavo se refuerza/justifica por medio de estereotipos o diferencias naturales como pueden ser los genitales o el color de la piel) y a vivir en un limbo entre el ahora-futuro y el pasado-ahora que elude por completo la importancia de la presentización. A razón de esta consuetudine acusativa cualquier artista busca despertarnos del estado de letargo empleando ilusiones narcisistas de control (esas que tan bien describe Susan Buck Morrs en Estética y anestesia); Baumgarten lo hace por medio del grito de una naturaleza que se rompe, que se resquebraja sobre nosotros y amenaza con provocar nuestro final: sin duda la destrucción del edificio emblemático de Madrid (ficticia y subordinada a nuestra sensibilidad) provocaría una perturbación en nuestro estado de letanía y de algún modo la caída de esa cubierta descuartizada nos hace especular sobre el declive de las bases estancadas de nuestra sociedad corrupta, irreflexiva y a-empática.

La elección del emplazamiento, por tanto, no se debe a la casualidad: nos encontramos ante un edificio del siglo XIX que representa el inicio del devenir actual y cuyo material constructivo (cristal) facilita la apertura sensorial o la creencia de que el ocaso de la estructura será inminente; su constitución es tan frágil como nuestro propio tiempo, nuestra estabilidad y creencias. Se juega así con el miedo y la urgencia apremiante de la ruptura en un doble e inusual sentido: el aura como aliado y epicentro de la obra (concepto de Walter Benjamín que se liga aquí al valor cultural e histórico) y el riesgo de perder la seguridad concedida a cambio de una
constante sumisión. “Pero ¿qué es verdaderamente esa seguridad de la que tanto hablas, Tamara?” sé que te estarás preguntando. Lazzarato menciona en su Biopolitica/bioeconomia que la seguridad y la disciplina son métodos de control imperativamente gubernamentales (aunque no en exclusividad, pues las relaciones interpersonales a menudo juegan con este principio) cuya alteración o eliminación provocaría el caos; sin embargo no deja de existir un punto intermedio, un festón en la balanza que (según Lazzarato) permitiría una evolución no opresiva y ajena a la anarquía. Para alcanzarlo es necesario un despertar consuetudinario que tan sólo ocurre por medio de la estimulación del pensamiento crítico, es decir, del acceso cultural a un entorno desprotegido, en el que la narcótica sensación procesional sea detenida en seco. Por eso mismo Certeau propone el uso del arte como un requerimiento libertario que facilite la sublevación contra el estado de control de la propia masa para la masa (por ejemplo, el fin de Facebook y su negativa a la privacidad). En la misma línea de pensamiento, Foster considerará al artista como un activista- incendiario que ansía la crítica social, Mieke Bal propondrá la expresión de todo aquello considerado tabú y finalmente Walter Benjamín situará al espectador como el auténtico activista, cuya misión tras la comprensión del mensaje debe ser intervenir para rebelarse y renovar el mundo.

El espacio, tan alejado del llamado cubo blanco de O Doherty unifica la tradición histórica (que al mismo tiempo se desliga del capitalismo museográfico y se implementa del monárquico) con el vivo proceso de autoexpresión de ese génesis recurrente al crepúsculo del caos, un caos que ahonda en el alma colectiva de la comunidad (conmovida, asustada, escéptica) y la hace consciente partícipe del mensaje crítico; Foster en “Retorno a lo real” y a Nina Felshin en El espíritu del arte como activismo presentan al artista como un etnógrafo que da cuenta de la realidad histórica por medio de la metáfora-estrategia, y en el caso de Baumgarten el sonido conforma una alegoría del crecimiento y la consciencia que irrumpen tras el estallido del apocalipsis, del fin. Pero… ¿y si el efecto de acción no invade al espectador? ¿Existen siquiera garantías de su complicidad? La respuesta más sincera sería decirte que no, puesto que el germen de reacción es variado y personal como en cualquier pieza: para algunos todo se reduce a la indiferencia, a la inquietud para otros, y para un tercer grupo se gesta la conexión entre su identidad, sus experiencias y la obra de arte. La realidad es que el 90% de la reacción principal, guiada por el trazo aprehendido, se reducirá a una simple pregunta con el ceño fruncido: “¿Y esto es arte?” Una inquisición tratada desde la aparición de los primeros esbozos cubistas de Picasso en 1914 y que no cede en su crecimiento a medida que escapa de nuestra comprensión inmediata. Pero recuerda lo que te dije al principio: el arte se compone de una emoción-sensación por la cual se transmite un mensaje, y poco nos importa que su estética corresponda al arte pop, a un diseño publicitario, al uso del cuerpo como objeto (fenomenología), al empleo del entorno natural (land-art) o incluso a imágenes de archivo siempre que (como apuntan Danto, Felshin o incluso Foucault en Qué es un autor) el discurso trascienda, se haga visible y notorio, de suerte que el espectador pueda tomar una interpretación de ello (sea ésta cual sea). Un sonido como es el caso de esta obra, es un ente finito y por tanto solo actuable en el presente, que no tiene poder ni virtud más que durante el segundo efímero de su audición. Si no se le escucha, su existencia se pone en duda, al igual que toda la mímesis de fugacidad e inmediatez de nuestro mundo, pero no tomamos nuestro brote de consciencia particular hasta que hallamos una contemplación capaz de provocarnos cierto dolor. Ese dolor surgido de nuestro recuerdo, de nuestros miedos e inseguridades, esa aparición hermenéutica, permite dar sentido al genio y otorga autenticidad al discurso aún a costa de la identidad de su doctor Frankenstein. Sin pretenderlo tomamos consciencia de nuestra dualidad, de la existencia de un doctor Jekyll represor y un Mr. Hyde que lucha por salir a jugar, en una alusión de contrarios que apela a la aceptación de nuestra identidad por medio del auto-conocimiento y la auto-superación; esa consciencia nos hará blanco de una negación mimética constante que tratará de burlar a la otredad por medio del cliché y la subyugación bajo promesa de aceptación social (Lacan explicaba de un modo fascinante cómo renunciamos a nuestra identidad en pos de la integración, y Foster remarcaba la peligrosidad de la otredad como tratamiento para contrarrestar el control y la anestesia); el atrincheramiento del individuo se ve superado por el grupo-masa que trata de absorberlo, de atraerlo constantemente a su realidad comprimida, y finalmente procrastina su inferencia a un simple recuerdo que pueda evocar en su pequeño reino de placer personal. El espectador (despierto al fin) se ve obligado a actuar como un zombie entre la multitud, demasiado vivo para estar entre los muertos que dictaron el sometimiento a la línea de normalidad y demasiado muerto para  aceptar la capitulación constante hacia los divergentes vivos.

De algún modo El barco se hunde, el hielo se resquebraja se convierte así en un memento mori (recuerda que morirás), un refugio, una manera de reivindicar los ideales mancillados por nuestra hiperestesia bajo la excusa de la socialización, un despertador sin fecha de caducidad al que podemos remitirnos si cerramos los ojos y agudizamos el oído. 

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