Francisco Bosoletti y el Simbolismo urbano
La diosa Isis ha resucitado. ¡Oremos napolitanos!
El mundo se va a la mierda. Esta es la conclusión que sacamos si nos da por echar un vistazo a nuestro alrededor, observando el comportamiento del ser humano, tanto de quien nos circunda como del que habita a millones de kilómetros, siendo esto último posible gracias a los medios de comunicación y la red internauta. Guerras, odio, violencia, hacer la vida imposible al que desarrolla una existencia diferente a la propia, sexismo, hambruna o el correoso poder del dinero. Sí, todo se va al traste, y así llevamos milenios sobre la faz de la Tierra.
A esta misma determinación a llegado Francisco Bosoletti (Armstrong, Argentina 1988), artista que acude a las fachadas y paredes de arquitecturas derruidas, o muros medianeros de edificios construidos en los núcleos urbanos, para plasmar de manera simbólica una palabra indispensable en este intento de corregir a la oveja descarriada que es la sociedad actual: esperanza.
Es el eterno discurso del idealismo, el cual, se repite a lo largo de la Historia. Una llamada a la vuelta al orden, como si este alguna vez hubiera existido. Dicho alineamiento de los planetas y el cosmos, cuyo fin es el enderezamiento del camino a seguir y no arder en el purgatorio por la corrupción del alma, viene dado por la tradición religiosa, adquirida en mayor o menor medida de forma cultural e idiosincrásica por todos y cada uno de nosotros, la misma que posee en su ser Bosoletti y utiliza como un arma de doble filo que jamás fue hallada en la escena del crimen, disimulada para que el ateo no se desligue del mensaje.
Aunque ellos no trataron de encubrir la fe cristiana, es la misma estratagema que los pintores del Simbolismo decimonónico emplearon para recriminar a la vida moderna esa aceleración exacerbada que transportó al individuo al mismo caos. Al igual que Bosoletti, los simbolistas no recurrieron a una pintura religiosa en sí misma, pues detrás de los iconos y los personajes bíblicos se escondía un canto al despertar del espíritu para no caer en la trampa de la industria y los “tiempos locos”. Lo onírico llevado al lienzo, lo mágico, lo irreal, lo intangible, ahora trasladado al arte urbano en forma de mujer, pero no como la femme fatale propia del movimiento originado en el siglo XIX, sino cual regreso al vientre materno, el renacer, el resurgir de una comunidad con valores.
La figura de la fémina es tratada por el argentino como una diosa madre paleolítica, una Venus engendradora de vida: la propia naturaleza. Sus obras son un continuo viaje a tradiciones pasadas que, a pesar del tiempo transcurrido, siguen aferradas a la conciencia colectiva de la contemporaneidad, alternando creencias ancestrales, panteones egipciacos, paganismo occidental y cristianismo, dando a sus trabajos más recientes un carácter fotográfico otorgado por la visión en negativo, imitando aquellos clichés que las cámaras analógicas portan en su interior en forma de carrete. Este tratamiento hace que sus imágenes adquieran un halo fantasmagórico que recrudece aún más su intencionalidad trágica, figuras provenientes de una edad pasada que hacen su aparición en la actualidad para contarnos algo de vital importancia, igual que esas Vírgenes, Cristos y Santos dieciochescos realizados en madera que son traspasados por los rayos X para su posterior restauración.
La Historia del Arte es igualmente fuente de inspiración para Bosoletti. Su proyecto Iside (Nápoles, 2017) representa pictóricamente la célebre escultura de Antonio Corradini La verdad velada (1751-52), estatua realizada en mármol a la que el argentino arrebata su origen funerario para convertirla en todo lo contrario, un nacimiento, un despertar. El título Iside hace alusión a la diosa Isis, la matrona por antonomasia, protectora de los alumbramientos y madre de deidades, quien parece elevarse a través del muro para comunicar a sus vecinos que ha vuelto para quedarse, cubriendo su rostro y sus senos con una membrana cual criatura ovípara que acaba de romper el cascarón. Asistimos a su creación, como una Afrodita que retira de sus cabellos la espuma del mar, diciéndonos sin palabras que aún existe un remedio para la enfermedad. Ella es la pureza en sí misma, el anhelo, la progenitora que aparece para consolar al hijo que cae de su monopatín, una aparición mariana.
Y para Virgen, la versión que hace Bosoletti de la Madonna dei Pellegrini (Iglesia de San Agustín, Roma) abordada por Caravaggio en el año 1604, justo cuatro años después del Jubileo Papal celebrado en la capital italiana durante el recién estrenado siglo XVII, y que tantos quebraderos de cabeza le dio dicha pintura al ejecutor de bodegones por excelencia del Barroco al presentar a María como una mujer normal, sin abalorios ni tronos de nubes, tal y como recomendaba la Contrarreforma imperante. Con motivo de la salida al mercado del libro Con gli occhi di Caravaggio (Francesco de Core y Sergio Siano, 2017), el cual pretende resaltar la unión que todavía existe entre Nápoles y Caravaggio, Bosoletti aprovecha una especie de altar en forma de nicho situado junto a la puerta de un humilde hogar para bordearlo con el barroquismo urbano. La Virgen y el Niño aparecen en el lado opuesto según la obra original, como si de un error fotográfico se tratara, portando al neonato en volandas, igual que si este fuera rescatado de alguna situación violenta. ¿Somos nosotros mismos los que simbólicamente estamos siendo salvados de caer por el precipicio de la corrupción?
Ya nadie ayuda al prójimo, lo que abunda es girar la cara en el sentido contrario, ni siquiera cuando te ves obligado a abandonar tu país a causa del horror y las bombas. Te conviertes directamente en un apestado que convive con tus similares en un poblado chabolista improvisado, sin pertenencias, sin hogar, sin la identidad que te proporcionan unos papeles que se los ha llevado la corriente. En Cimarrón (2017), Bosoletti quiere rendir homenaje a los emigrantes con una escena de alta tensión, la de los cuerpos aglutinados que intentan traspasar una frontera estrecha pidiendo clemencia, ya que la propia vida está en juego. Apenas se distinguen los rostros, pero no son necesarios para advertir el sufrimiento y la agonía.
El enmarañamiento de figuras nos recuerdan a las hoy desaparecidas pinturas que Gustav Klimt (1862-1918) emprendió para decorar el techo del Aula Magna de la Universidad de Viena, más concretamente a la denominada Filosofía (1900), tildada en su época como decadente a la vez que demasiado provocativa. Lo que en la actualidad se conservan son unas capturas en blanco y negro hechas antes de que la barbarie nazi arrasara con estas maravillas del Modernismo centroeuropeo, y es esta ausencia de color lo que más nos acerca al mural de Bosoletti, aunque este último se construye como una caída, mientras que la obra de Klimt representa una ascensión al firmamento.
La iniciativa de Francisco Bosoletti rebosa humanidad, queriendo poner fin a una etapa en la que la sociedad parece más perdida que nunca, llena de bajezas, falta de moral e irrespetuosa. Lo sentimos por el argentino, pero esos aspectos forman parte del individuo, y han estado siempre presentes. No es que vayamos a peor, pues gente mala ha habido y habrá siempre, el problema es que cada vez somos más, y la sobreinformación ha permitido que nos enteremos de los problemas y calamidades de una persona que reside a no sé cuantas millas de tu casa, mientras que antes solo eras consciente de lo que sucedía en tu vecindario. Estamos condenados señor Bosoletti, pero de ilusiones también se vive.