Reflexiones de un instagramer que escribe a sus amigos de Facebook por WhatsApp
“Lo que cuenta no es quién eres, sino quién creen que eres”
(Andy Warhol)
El mundo ha cambiado. Ya no hay nada real en él, solo avatares realizados en un plástico fino que se resquebraja con un golpe certero.
No miramos al frente. Como abducidos, fijamos el globo ocular a la altura del cordón umbilical, presos de una libertad programada y mentirosa compulsiva, engañándonos únicamente a nosotros mismos. Los dioses del Olimpo temían al destino, hoy lo doblegamos a voluntad propia mostrando la parte más bella del órgano externo, a la vez que omitimos las carnes babosas. Estas ya no existen. Somos perfectos. Vivimos una existencia perfecta.
Con las primeras horas del día comienza la debacle. Qué más da si Apolo ha traído o no en su carro la mañana, el único disco solar que importa está marcado por una determinada numeración. Esas son las cifras que refuerzan la autoestima, con la que somos capaces de aplastar cualquier ápice de inseguridad.
La duda lleva a la fluctuación, y la fluctuación al fracaso, pero el fracaso ha desaparecido del léxico, no se contempla. La edad moderna ha hecho que de nuestro cuerpo brote una protuberancia imaginaria. Parece un botón, con en el que al instante borramos lo negativo, lo decepcionante, lo humillante. El fracaso ha desaparecido del léxico, no se contempla.
Aparentar, posar y zorrear son infinitivos, aunque chequear es la forma verbal más recurrente. Sin él, la ansiedad prospera, y esta te hace débil. Hay que saciarla con el punteo; es muy fácil e intuitivo, hasta un niño puede hacerlo. El objetivo es eliminar los molestos iconos para que el sentido de la responsabilidad descanse en paz, al menos por unos escasos minutos que saben a gloria, comprobando que el trabajo está abordado y concluido. Un descanso del obrero en toda regla, o un ángelus del creyente.
En esto de los iconos, Warhol tuvo mucho que pronunciar. Nos hemos reencarnado en su persona. Somos éxito. “Lo que cuenta no es quién eres, sino quién creen que eres”, dijo una vez este señor que posaba con pelucas ante su polaroid. ¡Qué gran verdad!, pero vaticinó equívocamente otras tantas veces. Pobre Warhol, se quedó corto al situar en 15 los minutos de fama que alcanzaría el anónimo en una edad futura a la suya. Más bien, somos famosos cada 15 minutos, con cada share, con cada estupidez. Somos éxito.
Dicha popularidad viene dictaminada por el mundo grecorromano y la cultura cristiana, desde el pulgar de aprobación del emperador sobre la “colisea” tribuna, hasta el símbolo del amor por excelencia. El primero ha bajado del graderío para supuestamente ponerse a nuestro servicio, además de tomar una cierta apariencia de tira cómica dominical, y el segundo ha sustituido el fulgor de la sacra llama por una silueta definida y un fondo neutro. Son las nuevas Marilyns, las Liz Taylor de la contemporaneidad.
Hubo un tiempo en que Arte era una pintura de Velázquez. En el lienzo, los protagonistas, grandes personalidades: reyes, infantas y condes a caballo. Ahora viven guardados en un trastero que de vez en cuando hace rechinar las bisagras de sus viejas puertas para que el humano contemple lo que antaño fuimos; gente robusta, de mejillas sonrosadas, vestidas con terciopelo. Pero eso ya es cosa del pasado. Señoras y señores, Marilyn ha muerto.
El cadáver no tiene problemas, no sufre, no se enferma, pero eso también es cosa del pasado. Esta es la era del individualismo sociable, cuando el espejismo permanente destruyó el concepto de realidad y lo transformó en un carrete de momentos inolvidables captados desde la mejor de las perspectivas. Ni la más cruenta de las dictaduras dejó caer su yugo con tanta fuerza, con tanto impacto, con tanto impasto. Lo peor de todo es que nadie está de acuerdo con el régimen, pese a que este no haya sido impuesto, sino suplicado.
La cordura no aparece en el léxico, no se contempla.