De cuando me encontré con los Malditos

Era un vagabundo y hacía frío. Los locales estaban cerrados, nadie quería basura dentro. Yo era un vagabundo y tenía el alma empapada. Las putas me miraban raro, yo no les sostenía la mirada. Caminaba por calles que no recuerdo y buscaba entre los rincones algo que me diera luz. Nada. Quizá era más el tránsito a lo desconocido, la incertidumbre. Nada sostenía mi vida, tan solo el refugio de los Malditos; aquellas palabras condenadas al recuerdo de viejos sabios bebedores de pis.

Allí, en el rincón; allí donde solía guardar a los Malditos, esos hombres que con poco decían mucho, sin recurrir a las florituras ni pinceladas rococó. ¡Qué harto estaba de esa mierda! A veces es más sano un puro y una botella de whisky barato que tragar palabras que al final no llevan a nada, porque esa ni siquiera era su intención. Con los Malditos sabías de qué iba la cosa, lo sabías aunque quieras negarlo. Era el día a día de la muchedumbre, de los pobres, de los olvidados; de los que saben reconocer unas buenas piernas, una buena calada y un buen trago de vino tinto con la compañía de uno mismo. Que se quede el ego con su carne de primera y sus sopas de bogavante. Yo me quedo con los Malditos y un perro.

De cuando me encontré con los Malditos

Me sentaba en el mismo rincón todas las noches y abría las memorias de Chinaski. A veces cambiaba por el estúpido de Tristán Corbière o las locuras de Kerouac, ese loco de pies viajeros y cansados. Ellos conocían la vida y no lo imaginaban, la vivían. Esa es la diferencia de los tipos que solo se dedican a escribir para entretener. Ellos no querían esa basura, ellos solo sentían necesidad pura, el ansia de soltar la jodida bestia que arrancaba a mordidas sus entrañas. La escritura es traición y descomposición; cruel, ladrón y asesino. Las palabras son armas que controlan la vida misma, y ellos movieron masas.

Ellos amaban la vida como quien ama la muerte. Amaban su aire, su amor. Hemingway lo dejó claro al volarse la tapa de los sesos. Bukowski lo sentía en su garganta a cada trago, las úlceras son otra cosa. Son caballeros de mala fortuna que estamparon su sello en la lucha interna sobre la vida y la muerte. Esta última la más importante. Eran conscientes de ella, de su existencia. Ya lo decía C.B.: “La mayoría de la gente no está preparada para la muerte, ni la suya ni la de nadie. Les sobresalta, les aterra. Es como una gran sorpresa. Demonios, no debería serlo. Yo llevo la muerte en el bolsillo izquierdo. A veces la saco y hablo con ella: Hola, nena ¿qué tal? ¿Cuándo vienes a por mí? ¡Estoy preparado!”.

Al igual que los finales, todos se sorprenden. Incluso cuando simplemente acaba.

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